No me tenía que haber abandonado
ni por mucho que se lo dijera,
dejarme sola en el camino...
Tenía que haber "luchado"
porque lo amé de verdad
y, porque por mí,
de verdad se sintió amado.
No tenía que haber creído al mundo,
ni a supuestos amigos,
ni a hermanos;
no tenía que haberse dejado llevar por los celos
sin indagar más profundo, sin romper con su ego,
sin buscar lo que había tras el velo,
tras el desgarro, tras el miedo.
Fué mucho para unos hombros
por entonces tan pequeños.
Cobarde. Mediocre. Discreto.
Ni buen amigo al final de todo aquello.
Pudo su rabia y la de sus generaciones,
la mierda de mil batallas, alcoholismo sin perdones,
el creer en apariencias, en orgullos, en presiones.
No lo culpo.
Sólo, al cabo de los años, constato lo ocurrido
al escribir estas líneas porque así nacen,
en las que desago las penas, poco a poco,
para que no vuelvan y acabe el drama en mi vida,
en un molinillo, como en la molienda;
para que no me ahogue la nostalgia
y menos en estas fechas,
ni estar al filo de un cuchillo,
el alma en vilo,
inquieta, rota, sola, desecha;
para no pensar... por momentos...
que todavía lo necesito o...
que aún me quiera.
Soltar ese enganche, llenar ese vacío
con el amor a mí misma, a mi vida,
a mi cuerpo físico.
Amor que recibo de la Tierra, del Cielo
y de Dios mismo
y de su santa Madre y de la que me ha parío.
No me tenía que haber abandonado
aunque...
si no lo hubiera hecho,
este aprendiz de poema
jamás hubiera sido escrito,
jamás hubieran existido estos sentidos versos,
este abierto inmenso camino
hacia mi consuelo.
No tenía que haberlo así hecho
pero así lo hizo
y, hoy, se lo agradezco
enterrando esta pena
con este punto final,
nuevo comienzo
para verme a mí misma
en mi corazón contento.
Los finales siempre son felices
al macerarse con el paso el tiempo.