Me templé
como el acero en la fragua
como los más nobles metales
antes de que los conviritieran
en armas,
llorando la pena,
solitaria
en un mundo multipoblado,
¡cuán gran paradoja!
libre en mi nacimiento
de pecado.
Me pulí
como el más hermoso diamante
antes de ser tallado;
plegué mis alas y caminé hacia delante,
unas veces constante,
otras a un ritmo más ajetreado,
me dí de bruces,
perdida,
mas siempre
paradójicamente de nuevo
orientada
y sigo y seguí
unida a la vida que nunca se acaba.
Me quemé
como el último madero
del hogar del castillo
al final del invierno,
como una niña la primera vez
que enciende un fósforo,
como...
y después resucité,
renací de mis cenizas,
me acordé de mí y
miré a Dios a la cara
sin prentender osadías
sino liberarme por completo
de la ira
injusta y ajena
que me tenía sometida
y asustada.
Me reconocí.
Divina, buena, sana.
Mujer de todos los tiempos,
llena de valentía, fuerza,
lucidez y esperanza.
Me desperté
sabiendo que
no soy esclava,
sabiendo que
soy su Hija amada,
libre de mal por siempre
y por siempre
afortunada.