La casa estaba vacía. El techo seguía en buen estado y los amplios ventanales de cristal de la gran sala parecían indemnes pese al transcurrir del tiempo. La madera crujía a cada paso, con un sonido nítido, pequeño, incluso grato.
Y allí estaba.
Frágil como la capa de hielo tras las primeras nieves. Dulce como el sabor de los dátiles acompañados de una buena taza de té caliente. Y sobre todo, INOCENTE; con esa pureza inmensa, prístina e indeleble, a la que el mundo no puede corromper, y menos impunemente.
A través de los cristales la veo jugar con su globo. Si hoy es violeta o azul no se aprecia del todo. No se siente sola en medio de la Naturaleza porque puede cantar, gritar, correr, saltar, como quiere y cuanto quiere, sin que a nadie le suponga algún tipo problema. Y reír. ¡Y estar en paz!
La niña se gira. Observa tras la ventana a su amiga. También de blanca piel y manos limpias. Esa mujer que será de mayor algún día. Una ráfaga de viento la devuelve a ella misma, a su infancia, a sus juegos, a sus trenzas y canicas, mientras centra de nuevo su atención en el globo, cantando agradecida y sintiendo cómo los rayos del sol le acarician las mejillas, bajo ese pinar precioso, bajo el Cielo de su Vida.
©Anna M.G.C.
29.10/7.11/20