Los amantes se encontraron.
Olía el sol de la tarde como en tiempos lejanos, cuando se conocieron y amaron.
El sabor de otras batallas los había hecho más sabios. Y aún su antigua
gallardía relucía en el varonil esqueleto del muchacho. Soñó besar de nuevo los
labios de su amada, suspirando en silencio, mientras la mano le daba.
“Sentémonos en ese banco” -dijo ella-. Un balcón frente al océano.
“Háblame de tus andanzas”, callándose un “aún te quiero” no exento de
nostalgia. La luna ya iba naciendo. El rumor del agua en las rocas prometía lo
no efímero, compás en el que acordaron que los finales no fueron… lindos. Él
hincó sus rodillas en el todavía cálido pavimento diciendo: “No teníamos que
habernos separado. Ahora lo sé. Te respeto. Creí las mentiras del Universo.
Nunca amé a nadie como a ti.”
“Algunas noches, aún te
espero” respondió ella. “Quisiera no recordarte pero… no puedo”. Olía a
salitre, con notas de pino y alegría, salpicadas de juventud y misterio, del
que fueron portadores, bendecidos, sin saberlo. De ese amor puro y del deseo
hasta los huesos, inocente y salvaje al mismo tiempo… el amor primero, el que
nunca se repite por mucho que nos empeñemos. ¡Qué ignorantes habían sido! ¡Necios!
Ella abrió su corazón: “no quiero sufrir más, no quiero seguir sufriendo”,
mientras su voz se entrecortaba junto a su lamento. Él quiso interrumpirla,
abrazar su cuerpo, pero ella continuó diciendo: “No puedo odiarte... porque te
amo. Siempre te he amado. Ojalá pudiéramos” … Entonces… él la besó muy despacio.
En su blanco cuello. Después en los labios. La pasión a borbotones ascendió por
la sangre de ambos, atemperada por el paso de los años. Las primeras estrellas
de aquella noche fueron claros testigos de lo que aquí os he contado.
Ana M. G.
Contreras.
20.3.20